Detrás de la casa de campo, hay una puerta. Es una puerta vieja y oxidada. Que en sus comienzos fue una fuerte, oscura, y resistente guardiana. Sólo voy allí los otoños. Aunque algunas primaveras voy a ver los arroyos que florecen de entre las rocas.
Es un camino duro, resbaladizo,y un tanto peligroso, al principio hay que tener cuidado con las ramas porque si no te puedes hacer daño. Una vez que has andado unos 30 metros, llegas a un lugar por el que en todas direcciones hay árboles sin hojas. Pisas el suelo húmedo, con olor a hierba y notas bajo las zapatillas la textura blanda de las hojas.
Es como si se oyera música de fondo.
Las rocas te ofrecen un lugar de descanso. Y el musgo un húmedo y oloroso lecho. Los madroños dan color a toda aquella maravilla de tierra, madera, roca y verde que me rodea. Apenas se perciben unos rayos verdosos de luz entre los árboles, hay que volver pronto o no sabré por donde. Añoro mis pinceles.
Camino cada otoño por un camino nuevo. Bajo cuestas, salto rocas, cojo ramas, y descubro olores nuevos. Hasta que encuentro un lugar. Es un árbol viejo, grande, y oscuro. Cojo la navaja y hago lo que todos los años. Pongo mi nombre, la fecha, y hago el dibujo de una hoja. Hay marcas fechadas en marzo, abril,y mayo. De aquellas primaveras que voy. Hay una mariposa en lugar de una hoja.
Me siento en una roca y veo como los verdosos rayos de luz se van anaranjando, y oscureciendo. Busco un lugar y miro entre las ramas el cielo. Morado y rosáceo. Ojalá pudiera ir todos los días. O quedarme allí para siempre. Pero tengo que volver. Se empiezan a oír a los animales del bosque que salen. Las lechuzas y el aullido de lo que identifiqué como lobos. Por suerte no me he encontrado ningún animal salvaje.
Vuelvo, cierro la puerta vieja, oscura y oxidada. Miro al cielo, y ya se ven las estrellas.